Madame
Bovary por Gustave Flaubert
según
Charles Baudelaire
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I
En términos de la crítica, la situación del escritor que surge
después que los otros, del escritor tardío, posee ventajas que no tuvo el
escritor profeta: el que anuncia el éxito, quien lo convoca, por así decirlo,
con la autoridad de la audacia y de la devoción.
El señor Gustave Flaubert ya no necesita devoción si, en
verdad, alguna vez la ha necesitado. Numerosos artistas, y algunos de los
mejores y más reconocidos, han distinguido y elogiado su excelente libro. Solo
resta señalar algunos puntos de vista olvidados e insistir con algo más de
vivacidad sobre los trazos y luminosidades que no han sido, en mi opinión,
suficientemente alabados y comentados […] Con mayor libertad, porque está solo
como un rezagado, se parece a alguien que abrevia los debates y se ve obligado
a evitar la vehemencia de la acusación y de la defensa, que se ha impuesto
forjar un nuevo camino sin otra excitación que la del amor por lo Bello y por
lo Justo.
II
Desde que pronuncié esta espléndida y terrible palabra: “justicia”,
permítanme, como me complace decir, agradecer a la magistratura francesa por el
brillante ejemplo de imparcialidad y buen gusto que mostró en esta
circunstancia. Reclamada por un celo ciego y demasiado vehemente por la moral,
por un espíritu que se había equivocado de terreno, frente a una novela que es
la obra de un escritor desconocido hasta entonces: ¡una novela, y qué novela!
la más imparcial, la más leal sobre un tema, banal como todos los temas,
flagelado, curtido por todos los vientos y tormentas como la naturaleza misma.
La magistratura, digo, se ha mostrado leal e imparcial como el libro que fue
arrojado ante ella en holocausto. […]
No digamos, como muchos afirman con un humor trivial e
inconsciente, que el libro debe su inmenso favor al juicio y a la absolución.
El libro, aún no sometido a ese tormento, habría sucitado la misma curiosidad,
habría creado el mismo asombro, la misma agitación. Además, los hombres de
letras lo habían aprobado desde mucho antes. Ya en su primer formato, en la Revue de Paris, despertó un interés
ardiente a pesar de los recortes imprudentes que habían destruido su armonía.
La situación de Gustave Flaubert, repentinamente ilustre, fue a la vez
excelente y desgraciada; y de esta situación equívoca, de la cual ha podido
triunfar su talento leal y maravilloso, daré, de la mejor manera posible,
varias razones.
III
Excelente. Desde la desaparición de Balzac, ese cometa
prodigioso que cubrirá nuestro país con una nube de gloria, como un oriente
extraño y excepcional, como una aurora polar que inunda el desierto helado con
sus luces de hadas, toda curiosidad relativa a la novela se había atenuado y
adormecido. Debe admitirse que se hicieron
intentos sorprendentes[…]
Paul Féval, situado en el lado contrario del espectro: un
espíritu hambriento de aventuras, admirablemente dotado para lo grotesco y lo
terrible, siguió su ejemplo como un héroe tardío detrás de Frédéric Soulié y Eugène Sue. Pero
las abundantes facultades del autor de Mystères de Londres (los
Misterios de Londres) y de Bossu (el Jorobado), así como las de tantas
mentes originales, no pudieron realizar el ligero y repentino milagro de esta
pobre y pequeña adúltera provinciana, cuya historia, sin embrollo, está
compuesta de tristeza, disgusto, suspiros y algunos desvanecimientos febriles
arrancados a la vida y congelados por el suicidio. […]
Del mismo modo, no agradezco al señor Gustave Flaubert por
haber obtenido de inmediato lo que otros buscan durante toda su vida. A lo
sumo, veré allí un síntoma supererogatorio del poder, y trataré de definir las
razones que movieron al espíritu del autor en una dirección en lugar de en
otra.
Pero también dije que esta situación del recién llegado era
mala, ¡ay! por una lúgubre y simple razón. Desde hace varios años, el interés
que el público atribuye a las cosas espirituales ha disminuido singularmente;
su cuota de entusiasmo aún se está reduciendo. En los últimos años de Louis
Philippe se veían todavía las últimas explosiones de un espíritu excitable por
los juegos de la imaginación; pero el nuevo novelista se encontró frente a una
sociedad absolutamente desgastada, peor que gastada: brutal y codiciosa que sentía
horror por la ficción y amor solo por la posesión.
En condiciones similares, un espíritu bien nutrido,
entusiasta de lo bello, pero forjado en el examen riguroso que juzga tanto las
buenas como las malas circunstancias, se preguntaría: "¿Cuál es el modo
más seguro de despertar a todas estas viejas almas? Ellas realmente ignoran lo
que aman; solo les desagrada lo grande; la pasión ingenua, ardiente, el
abandono poético los hace sonrojarse y les hiere.”
Seamos vulgares en la elección del tema, ya que la elección
de un tema demasiado grande es una impertinencia para el lector del siglo XIX. […]
Seremos de hielo al contar pasiones y
aventuras que entusiasman a las personas comunes; seremos, como señala la
academia, objetivos e impersonales.
"Y también, como nuestros oídos han sido acosados en
los últimos tiempos por chismes escolares infantiles, como hemos oído hablar de
un cierto proceso literario llamado realismo, insulto desagradable arrojado en
la cara de todos los analistas, palabra vaga y elástica que significa para el
vulgo, no un nuevo método de creación, sino una descripción minuciosa de los
accesorios; nos beneficiaremos con la confusión de las mentes y de la
ignorancia universal. Difundiremos un estilo nervioso, pintoresco, sutil,
exacto, en un lienzo banal. Encerraremos los sentimientos más cálidos y ardientes
en la aventura más trivial. Las palabras más solemnes y decisivas escaparán de
las bocas más necias.
"¿Cuál es el terreno de la tontería, el entorno más
estúpido, el más productivo en los absurdos, el más abundante en idiotas
intolerantes?.La provincia.¿Cuáles son los actores más insoportables? Las
pequeñas personas que se agitan en pequeñas funciones cuyo ejercicio
distorsiona sus ideas.¿Cuál es el dato más utilizado, el más prostituido, el
órgano más agotado de la Barbarie?El adulterio.”
"No necesito", se dijo el poeta, "que mi
heroína sea una heroína. Mientras sea lo suficientemente bonita tendrá carácter,
ambición, una aspiración irresistible a un mundo superior, será interesante. El
tour de force, además, será más noble, y nuestra pecadora tendrá al menos
el mérito, comparativamente muy raro, de distinguirse de los fastuosos
charlatanes de la época que nos
precedió. No necesito preocuparme por el estilo, por la composición pintoresca,
por la descripción de los alrededores. Poseo
todas estas cualidades de modo superabundante.
Me apoyaré en el análisis y en la lógica, y demostraré así que todas las personas son
indiferentemente buenas o malas según la manera en que son tratadas, y que las
más vulgares pueden convertirse en las mejores ".
A partir de entonces, se creó Madame Bovary, un desafío, un desafío real, una apuesta, como todas
las obras de arte.
Todo lo que le quedaba al autor, para llevar a cabo ese gran
esfuerzo en su totalidad era despojarse de su sexo (tanto como fuera posible) y
convertirse en mujer. Ha resultado en una maravilla porque, a pesar de su celo como comediante, no
pudo infundir una sangre viril en las venas de su criatura, y esa Madame
Bovary, por lo que hay en ella de lo más enérgico y
ambicioso, aunque también de lo más
soñador, Madame Bovary seguía siendo un hombre. Al igual que Palas Atenea
saliendo completamente armada de la cabeza de Zeus, este extraña andrógina ha conservado
todas las seducciones de un alma viril en un encantador cuerpo femenino.
IV
Varios críticos han dicho: esta obra, realmente bella por la
meticulosidad y la vivacidad de las descripciones, no contiene un solo
personaje que represente a la moral, que hable de la conciencia del autor. ¿Dónde
está él, el personaje proverbial y legendario, responsable de explicar la
fábula y dirigir la inteligencia del lector? En otras palabras, ¿dónde está la
moraleja?
¡Absurdo! ¡Confusión eterna e incorregible de funciones y
géneros! Una verdadera obra de arte no necesita una moraleja. La lógica de la
obra es suficiente para todas las postulaciones de la moral, y corresponde al
lector extraer las conclusiones de la conclusión.
En cuanto al carácter íntimo y profundo de la fábula, es
incontestablemente la mujer adúltera; ella sola, la víctima deshonrada que posee
todas las gracias del héroe. Dije antes que ella era casi un hombre, y que el
autor la había adornado (inconscientemente tal vez) de todas las cualidades
viriles. […]
Y, sin embargo, Madame Bovary se entrega a sí misma al
dejarse llevar por los sofismas de su imaginación, se entrega magníficamente,
generosamente, de una manera muy masculina, a seres pintorescos que no son sus
iguales, al igual que los poetas que se entregan a las muchachas.
Una nueva prueba de la cualidad viril que alimenta su sangre
es que, en general, esta desafortunada niña se preocupa menos por los defectos
exteriores visibles que por los provincialismos cegadores de su marido, por esa
completa falta de genio, esa inferioridad espiritual bien constatada por la
estúpida operación del pie zambo.
Y a este respecto, repasen las páginas que contienen este
episodio, tan injustamente juzgadas como infructuosas, cuando
tanto sirven para resaltar el carácter de la persona. Una rabia negra, concentrada
durante tanto tiempo, estalló en la esposa de Bovary: las puertas se cierran de
golpe; el marido estupefacto, que no ha podido darle a su romántica esposa
ningún regocijo espiritual, es relegado a su habitación, en penitencia, ¡el
culpable ignorante! y Madame Bovary, la desesperada, exclama, como una pequeña
Lady Macbeth apareada con un capitán insignificante: "Ah, ¿por qué no soy,
al menos, la esposa de uno de esos
viejos eruditos calvos y encorvados, ¡cuyos ojos protegidos por gafas verdes se
enfrascan en los archivos de ciencia! Podría colgarme orgullosamente de su
brazo. Yo sería al menos la compañera de un rey espiritual; ¡pero no la
compañera encadenadada a este idiota que no sabe cómo corregir el pie de un
lisiado! ¡ah! "
Esta mujer es, en realidad, muy sublime en su especie, en su
pequeño entorno y frente a su pequeño horizonte
4° Incluso en su
educación de convento, encuentro la prueba del temperamento equívoco de Madame
Bovary.
Las buenas hermanas han notado en esta jovencita una asombrosa
aptitud para la vida, para disfrutar de la vida, para sospechar sobre los
placeres…¡aquí está el hombre de acción!
La muchacha, sin embargo, estaba deliciosamente embriagada
por el color de los vitrales, por las tonalidades orientales que los grandes ventanales
adornados reflejaban sobre los feligreses; se atiborró de la música solemne de
las vísperas y, por una paradoja por la que
todo honor surge del tesón, ella sustituyó en su alma al verdadero Dios,
el Dios de su fantasía, el Dios del futuro y el azar,en un Dios de estampa, con
espuelas y bigotes…¡aquí está el poeta histérico! ¡la histeria! […]
V
En resumen, esta mujer es verdaderamente grande, sobre todo incita a la compasión y a pesar
de la dureza sistemática del autor, que ha hecho todos los esfuerzos posibles
por ausentarse de la obra y desempeñar la función de un titiritero, todos las
mujeres intelectuales le estarán
agradecidas por haberle dado tanto poder a una mujer, tan lejos de lo puramente
animal y tan cerca del hombre ideal, y haberla hecho participar en este doble
carácter de cálculo y ensoñación que constituye al ser perfecto.
Se dice que Madame Bovary es ridícula. De hecho, aquí está,
parece a veces un héroe de Walter Scott: una especie de caballero, ¿diría
incluso un caballero rural? ¡Enfundada en chalecos de caza
que contrastan con sus vestidos! y ahora enamorada de un pequeño
empleado de notario (que ni siquiera puede cometer un acto peligroso para su
amante), y finalmente la pobre extenuada, la extraña Pasifae, relegada a los límites
estrechos de un pueblo persigue el ideal a través de las salas de baile y los
cafés de la prefectura[…]
Es la hora en que un término como “hipocresía” se contagie cada vez más, y que se considere ridículo
que hombres y mujeres pervertidos hasta la trivialidad griten indignados contra
un desafortunado autor que intentó, con la castidad de un retórico, arrojar un
velo de gloria sobre las aventuras de las mesillas de noche, siempre repugnantes
y grotescas, cuando la Poesía no las acaricia con la claridad de su lámpara
opalina.
Si me abandonara en esta cuesta analítica nunca terminaría
con Madame Bovary; este libro, esencialmente sugerente, podría incitar un
volumen de observaciones. Me limitaré, por el momento, a remarcar que varios de
los episodios más importantes han sido primitivamente descuidados o vituperados
por los críticos. Ejemplos: el episodio de la fallida operación del pie zambo,
y que es tan notable, tan lleno de desolación, tan verdaderamente moderno, donde la futura adultera - porque
todavía está al comienzo de la cuesta, ¡la pobre infeliz! - pide ayuda a la
Iglesia, a la Madre divina, a quien no tiene excusas para no estar siempre dispuesta
¡a esa Farmacia donde nadie tiene derecho a dormir! El buen cura Bournisien
sólo preocupado por las travesuras de
los niños del catecismo que hacen cabriolas
a través de los establos y sillas de la iglesia responde con candor:
"Puesto que usted está enferma, señora, y que el señor Bovary es médico, ¿por qué
no busca a su marido?'
¿Quién es la mujer que, frente a esta incompetencia del cura
no iría, locamente amnistiada, a hundir su cabeza en las aguas turbulentas del
adulterio? […]
VI
Me gustaría sobre todo llamar la atención del lector sobre esta
cualidad sufriente, subterránea y rebelde, que atraviesa toda la obra, esta
veta oscura que ilumina y que los ingleses llaman lo subcorriente y que sirve
como guía a través de ese pandemonio de soledad.
Madame Bovary par Gustave Flaubert
vu par
Charles Baudelaire
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I
En matière de critique, la situation de l'écrivain qui vient
après tout le monde, de l'écrivain retardataire, comporte des avantages que
n'avait pas l'écrivain prophète, celui qui annonce le succès, qui le commande,
pour ainsi dire, avec l'autorité de l'audace et du dévouement.
M. Gustave
Flaubert n'a plus besoin du dévouement, s'il est vrai qu'il en eut jamais
besoin. Des artistes nombreux, et quelques-uns des plus fins et des plus
accrédités, ont illustré et enguirlandé son excellent livre. Il ne reste donc
plus à la critique qu'à indiquer quelques points de vue oubliés, et qu'à
insister un peu plus vivement sur des traits et des lumières qui n'ont pas été,
selon moi, suffisamment vantés et commentés. D'ailleurs, cette position
de l'écrivain en retard, distancé par l'opinion, a, comme j'essayais de
l'insinuer, un charme paradoxal. Plus libre, parce qu'il est seul comme un
traînard, il a l'air de celui qui résume les débats, et, contraint d'éviter les
véhémences de l'accusation et de la défense, il a ordre de se frayer une voie
nouvelle, sans autre excitation que celle de l'amour du Beau et de la Justice.
II
Puisque j'ai prononcé ce mot splendide et terrible, la
Justice, qu'il me soit permis, - comme aussi bien cela m'est agréable, - de
remercier la magistrature française de l'éclatant exemple d'impartialité et de
bon goût qu'elle a donné dans cette circonstance. Sollicitée par un zèle
aveugle et trop véhément pour la morale, par un esprit qui se trompait de
terrain, - placée en face d'un roman, oeuvre d'un écrivain inconnu la veille, -
un roman, et quel roman ! le plus impartial, le plus loyal, - un champ, banal
comme tous les champs, flagellé, trempé, comme la nature elle-même, par tous
les vents et tous les orages, - la magistrature, dis-je, s'est montrée loyale
et impartiale comme le livre qui était poussé devant elle en holocauste. Et
mieux encore, disons, s'il est permis de conjecturer d'après les considérations
qui accompagnèrent le jugement, que si les magistrats avaient découvert quelque
chose de vraiment reprochable dans le livre, ils l'auraient néanmoins amnistié,
en faveur et en reconnaissance de la BEAUTÉ dont il est revêtu. Ce souci
remarquable de la Beauté, en des hommes dont les facultés ne sont mises en
réquisition que pour le Juste et le Vrai, est un symptôme des plus touchants,
comparé avec les convoitises ardentes de cette société qui a définitivement
abjuré tout amour spirituel, et qui, négligeant ses anciennes
entrailles, n'a plus cure que de ses viscères. En somme, on peut dire que
cet arrêt, par sa haute tendance poétique, fut définitif ; que gain de cause a
été donné à la Muse, et que tous les écrivains, tous ceux du moins dignes de ce
nom, ont été acquittés dans la personne de M. Gustave Flaubert.
Ne disons donc pas, comme tant d'autres l'affirment avec une
légère et inconsciente mauvaise humeur, que le livre a dû son immense faveur au
procès et à l'acquittement. Le livre, non tourmenté, aurait obtenu la même
curiosité, il aurait créé le même étonnement, la même agitation. D'ailleurs les approbations de tous
les lettrés lui appartenaient depuis longtemps. Déjà sous sa première forme,
dans la Revue de Paris, où des coupures imprudentes en avaient
détruit l'harmonie, il avait excité un ardent intérêt. La situation de Gustave
Flaubert, brusquement illustre, était à la fois excellente et mauvaise ; et de
cette situation équivoque, dont son loyal et merveilleux talent a su triompher,
je vais donner, tant bien que mal, les raisons diverses.
III
Excellente
; - car depuis la disparition de Balzac, ce prodigieux météore qui couvrira
notre pays d'un nuage de gloire, comme un orient bizarre et exceptionnel, comme
une aurore polaire inondant le désert glacé de ses lumières féériques, - toute
curiosité, relativement au roman, s'était apaisée et endormie. D'étonnantes tentatives avaient été faites,
il faut l'avouer. Depuis longtemps déjà, M. de Custine, célèbre, dans un monde
de plus en plus raréfié, par Aloys, Le Monde comme il est et Ethel,
- M. de Custine, le créateur de la jeune fille laide, ce type tant jalousé par
Balzac (voir le vrai Mercadet), avait livré au public Romuald
ou la Vocation, oeuvre d'une maladresse sublime, où des pages inimitables
font à la fois condamner et absoudre des langueurs et des gaucheries. Mais M. de Custine est un sous-genre du génie,
un génie dont le dandysme monte jusqu'à l'idéal de la négligence. Cette bonne foi de gentilhomme, cette ardeur romanesque, cette
raillerie loyale, cette absolue et nonchalante personnalité, ne sont pas
accessibles aux sens du grand troupeau, et ce précieux écrivain avait contre
lui toute la mauvaise fortune que méritait son talent.
M. d'Aurevilly avait violemment attiré les yeux par Une
vieille maîtresse et par L'Ensorcelée. Ce culte de la
vérité, exprimé avec une effroyable ardeur, ne pouvait que déplaire à la foule.
D'Aurevilly, vrai catholique, évoquant la passion pour la vaincre, chantant,
pleurant et criant au milieu de l'orage, planté comme Ajax sur un rocher de
désolation, et ayant toujours l'air de dire à son rival, - homme, foudre, dieu
ou matière - : «Enlève-moi, ou je t'enlève !» ne pouvait pas non plus mordre
sur une espèce assoupie dont les yeux sont fermés aux miracles de l'exception.
Champfleury, avec un
esprit enfantin et charmant, s'était joué très heureusement dans le
pittoresque, avait braqué un binocle poétique (plus poétique qu'il ne le croit
lui-même) sur les accidents et les hasards burlesques ou touchants de la
famille ou de la rue ; mais, par originalité ou par faiblesse de vue,
volontairement ou fatalement, il négligeait le lieu commun, le lieu de
rencontre de la foule, le rendez-vous public de l'éloquence.
Plus récemment encore, M. Charles Barbara, âme rigoureuse et
logique, âpre à la curée intellectuelle, a fait quelques efforts
incontestablement distingués ; il a cherché (tentation toujours irrésistible) à
décrire, à élucider des situations de l'âme exceptionnelles, et à déduire les
conséquences directes des positions fausses. Si je ne dis pas ici toute la
sympathie que m'inspire l'auteur d'Héloïse et de L'Assassinat
du Pont-Rouge, c'est parce qu'il n'entre qu'occasionnellement dans mon
thème, à l'état de note historique.
Paul Féval, placé de l'autre côté de la sphère, esprit
amoureux d'aventures, admirablement doué pour le grotesque et le terrible, a
emboîté le pas, comme un héros tardif, derrière Frédéric Soulié et Eugène Sue.
Mais les facultés si riches de l'auteur des Mystères de Londres et
du Bossu, non plus que celles de tant d'esprits hors ligne, n'ont
pas pu accomplir le léger et soudain miracle de cette pauvre petite provinciale
adultère, dont toute l'histoire, sans imbroglio, se compose de tristesses, de
dégoûts, de soupirs et de quelques pâmoisons fébriles arrachés à la vie barrée
par le suicide.
Que ces écrivains, les uns tournés à la Dickens, les autres
moulés à la Byron ou à la Bulwer, trop bien doués peut-être, trop méprisants,
n'aient pas su, comme un simple Paul de Kock, forcer le seuil branlant de la
Popularité, la seule des impudiques qui demande à être violée, ce n'est pas moi
qui leur en ferai un crime, - non plus d'ailleurs qu'un éloge ; de même je ne
sais aucun gré à M. Gustave Flaubert d'avoir obtenu du premier coup ce que
d'autres cherchent toute leur vie. Tout au plus y verrai-je un symptôme
surérogatoire de puissance, et chercherai-je à définir les raisons qui ont fait
mouvoir l'esprit de l'auteur dans un sens plutôt que dans un autre.
Mais j'ai
dit aussi que cette situation du nouveau venu était mauvaise ; hélas ! pour une
raison lugubrement simple. Depuis plusieurs années, la part d'intérêt que le
public accorde aux choses spirituelles était singulièrement diminuée ; son
budget d'enthousiasme allait se rétrécissant toujours. Les dernières
années de Louis-Philippe avaient vu les dernières explosions d'un esprit encore
excitable par les jeux de l'imagination ; mais le nouveau romancier se trouvait
en face d'une société absolument usée, - pire qu'usée, - abrutie et goulue,
n'ayant horreur que de la fiction, et d'amour que pour la possession.
Dans des conditions semblables, un esprit bien nourri,
enthousiaste du beau, mais façonné à une forte escrime, jugeant à la fois le
bon et le mauvais des circonstances, à dû se dire : «Quel est le moyen le plus
sûr de remuer toutes ces vieilles âmes ? Elles ignorent en réalité ce qu'elles
aimeraient ; elles n'ont un dégoût positif que du grand ; la passion naïve,
ardente, l'abandon poétique les fait rougir et les blesse.
- Soyons donc vulgaire dans le choix du sujet, puisque le choix d'un sujet trop grand est une impertinence pour le lecteur du XIXe siècle. Et aussi prenons bien garde à nous abandonner et à parler pour notre propre compte. Nous serons de glace en racontant des passions et des aventures où le commun du monde met ses chaleurs ; nous serons, comme dit l'école, objectif et impersonnel.
- Soyons donc vulgaire dans le choix du sujet, puisque le choix d'un sujet trop grand est une impertinence pour le lecteur du XIXe siècle. Et aussi prenons bien garde à nous abandonner et à parler pour notre propre compte. Nous serons de glace en racontant des passions et des aventures où le commun du monde met ses chaleurs ; nous serons, comme dit l'école, objectif et impersonnel.
«Et aussi,
comme nos oreilles ont été harassées dans ces derniers temps par des bavardages
d'école puérils, comme nous avons entendu parler d'un certain procédé
littéraire appelé réalisme, - injure dégoûtante jetée à la face de
tous les analystes, mot vague et élastique qui signifie pour le vulgaire, non
pas une méthode nouvelle de création, mais une description minutieuse des accessoires,
- nous profiterons de la confusion des esprits et de l'ignorance universelle. Nous
étendrons un style nerveux, pittoresque, subtil, exact, sur un canevas banal.
Nous enfermerons les sentiments les plus chauds et les plus bouillants dans
l'aventure la plus triviale. Les paroles les plus solennelles, les plus
décisives, s'échapperont des bouches les plus sottes.
«Quel est le terrain de sottise, le milieu le plus stupide,
le plus productif en absurdités, le plus abondant en imbéciles intolérants ?
«La province.
«Quels y sont les acteurs les plus insupportables ?
«Les petites gens qui s'agitent dans de petites fonctions dont l'exercice fausse leurs idées.
«Quelle est la donnée la plus usée, la plus prostituée, l'orgue de Barbarie le plus éreinté ?
«L'Adultère.
«Je n'ai pas besoin, s'est dit le poète, que mon héroïne soit une héroïne. Pourvu qu'elle soit suffisamment jolie, qu'elle ait des nerfs, de l'ambition, une aspiration irréfrénable vers un monde supérieur, elle sera intéressante. Le tour de force, d'ailleurs, sera plus noble, et notre pécheresse aura au moins ce mérite, - comparativement fort rare, - de se distinguer des fastueuses bavardes de l'époque qui nous a précédés.
«Je n'ai pas besoin de me préoccuper du style, de l'arrangement pittoresque, de la description des milieux ; je possède toutes ces qualités à une puissance surabondante ; je marcherai appuyé sur l'analyse et la logique, et je prouverai ainsi que tous les sujets sont indifféremment bons ou mauvais, selon la manière dont ils sont traités, et que les plus vulgaires peuvent devenir les meilleurs».
«La province.
«Quels y sont les acteurs les plus insupportables ?
«Les petites gens qui s'agitent dans de petites fonctions dont l'exercice fausse leurs idées.
«Quelle est la donnée la plus usée, la plus prostituée, l'orgue de Barbarie le plus éreinté ?
«L'Adultère.
«Je n'ai pas besoin, s'est dit le poète, que mon héroïne soit une héroïne. Pourvu qu'elle soit suffisamment jolie, qu'elle ait des nerfs, de l'ambition, une aspiration irréfrénable vers un monde supérieur, elle sera intéressante. Le tour de force, d'ailleurs, sera plus noble, et notre pécheresse aura au moins ce mérite, - comparativement fort rare, - de se distinguer des fastueuses bavardes de l'époque qui nous a précédés.
«Je n'ai pas besoin de me préoccuper du style, de l'arrangement pittoresque, de la description des milieux ; je possède toutes ces qualités à une puissance surabondante ; je marcherai appuyé sur l'analyse et la logique, et je prouverai ainsi que tous les sujets sont indifféremment bons ou mauvais, selon la manière dont ils sont traités, et que les plus vulgaires peuvent devenir les meilleurs».
Dès
lors, Madame Bovary - une gageure, une vraie gageure, un pari,
comme toutes les oeuvres d'art - était créée.
Il ne restait plus à l'auteur, pour accomplir le tour de
force dans son entier, que de se dépouiller (autant que possible) de son sexe
et de se faire femme. Il en est résulté une merveille ; c'est que, malgré tout
son zèle de comédien, il n'a pas pu ne pas infuser un sang viril dans les
veines de sa créature, et que madame Bovary, pour ce qu'il y a en elle de plus
énergique et de plus ambitieux, et aussi de plus rêveur, madame Bovary est
restée un homme. Comme la Pallas armée, sortie du cerveau de Zeus, ce bizarre
androgyne a gardé toutes les séductions d'une âme virile dans un charmant corps
féminin.
IV
Plusieurs critiques avaient dit : cette oeuvre, vraiment
belle par la minutie et la vivacité des descriptions, ne contient pas un seul
personnage qui représente la morale, qui parle la conscience de l'auteur. Où
est-il, le personnage proverbial et légendaire, chargé d'expliquer la fable et
de diriger l'intelligence du lecteur ? En d'autres termes, où est le
réquisitoire ?
Absurdité ! Éternelle et incorrigible confusion des
fonctions et des genres ! - Une véritable oeuvre d'art n'a pas besoin de
réquisitoire. La logique de l'oeuvre suffit à toutes les postulations de la
morale, et c'est au lecteur à tirer les conclusions de la conclusion.
Quant au personnage intime, profond, de la fable,
incontestablement c'est la femme adultère ; elle seule, la victime déshonorée,
possède toutes les grâces du héros. - Je disais tout à l'heure qu'elle était
presque mâle, et que l'auteur l'avait ornée (inconsciencieusement peut-être) de
toutes les qualités viriles.
Qu'on examine attentivement :
1° L'imagination, faculté suprême et tyrannique, substituée au coeur, ou à ce qu'on appelle le coeur, d'où le raisonnement est d'ordinaire exclu, et qui domine généralement dans la femme comme dans l'animal ;
2° Énergie soudaine d'action, rapidité de décision, fusion mystique du raisonnement et de la passion, qui caractérise les hommes créés pour agir ;
3° Goût immodéré de la séduction, de la domination et même de tous les moyens vulgaires de séduction, descendant jusqu'au charlatanisme du costume, des parfums et de la pommade, - le tout se résumant en deux mots : dandysme, amour exclusif de la domination.
1° L'imagination, faculté suprême et tyrannique, substituée au coeur, ou à ce qu'on appelle le coeur, d'où le raisonnement est d'ordinaire exclu, et qui domine généralement dans la femme comme dans l'animal ;
2° Énergie soudaine d'action, rapidité de décision, fusion mystique du raisonnement et de la passion, qui caractérise les hommes créés pour agir ;
3° Goût immodéré de la séduction, de la domination et même de tous les moyens vulgaires de séduction, descendant jusqu'au charlatanisme du costume, des parfums et de la pommade, - le tout se résumant en deux mots : dandysme, amour exclusif de la domination.
Et pourtant madame Bovary se donne ; emportée par les
sophismes de son imagination, elle se donne magnifiquement, généreusement,
d'une manière toute masculine, à des drôles qui ne sont pas ses égaux,
exactement comme les poètes se livrent à des drôlesses.
Une nouvelle preuve de la qualité toute virile qui nourrit
son sang artériel, c'est qu'en somme cette infortunée a moins souci des
défectuosités extérieures visibles, des provincialismes aveuglants de son mari,
que de cette absence totale de génie, de cette infériorité spirituelle bien
constatée par la stupide opération du pied bot.
Et à ce sujet, relisez les pages qui contiennent cet
épisode, si injustement traité de parasitique, tandis qu'il sert à mettre en
vive lumière tout le caractère de la personne. - Une colère noire, depuis
longtemps concentrée, éclate dans toute l'épouse Bovary ; les portes claquent ;
le mari stupéfié, qui n'a su donner à sa romanesque femme aucune jouissance
spirituelle, est relégué dans sa chambre ; il est en pénitence, le coupable
ignorant ! et madame Bovary, la désespérée, s'écrie, comme une petite lady
Macbeth accouplée à un capitaine insuffisant : «Ah !que ne suis-je au
moinsla femme d'un de ces vieux savants chauves et voûtés, dont les yeux
abrités de lunettes vertes sont toujours braqués sur les archives de la science
! je pourrais fièrement me balancer à son bras ; je serais au moins la compagne
d'un roi spirituel ; mais la compagne de chaîne de cet imbécile qui ne sait pas
redresser le pied d'un infirme ! oh !»
Cette femme, en réalité, est très sublime dans son espèce, dans son petit milieu et en face de son petit horizon ;
4° Même dans son éducation de couvent, je trouve la preuve du tempérament équivoque de madame Bovary.
Cette femme, en réalité, est très sublime dans son espèce, dans son petit milieu et en face de son petit horizon ;
4° Même dans son éducation de couvent, je trouve la preuve du tempérament équivoque de madame Bovary.
Les bonnes soeurs ont remarqué dans cette jeune fille une
aptitude étonnante à la vie, à profiter de la vie, à en conjecturer les
jouissances ; - voilà l'homme d'action !
Cependant la jeune fille s'enivrait délicieusement de la
couleur des vitraux, des teintes orientales que les longues fenêtres ouvragées
jetaient sur son paroissien de pensionnaire ; elle se gorgeait de la musique
solennelle des vêpres, et, par un paradoxe dont tout l'honneur appartient aux
nerfs, elle substituait dans son âme au Dieu véritable le Dieu de sa fantaisie,
le Dieu de l'avenir et du hasard, un Dieu de vignette, avec éperons et
moustaches ; - voilà le poète hystérique.
L'hystérie ! Pourquoi ce mystère physiologique ne ferait-il
pas le fond et le tuf d'une oeuvre littéraire, ce mystère que l'Académie de
médecine n'a pas encore résolu, et qui, s'exprimant dans les femmes par la
sensation d'une boule ascendante et asphyxiante (je ne parle que du symptôme
principal), se traduit chez les hommes nerveux par toutes les impuissances et
aussi par l'aptitude à tous les excès ?
V
En somme, cette femme est vraiment grande, elle est surtout
pitoyable, et malgré la dureté systématique de l'auteur, qui a fait tous ses
efforts pour être absent de son oeuvre et pour jouer la fonction d'un montreur
de marionnettes, toutes les femmes intellectuelles lui sauront
gré d'avoir élevé la femelle à une si haute puissance, si loin de l'animal pur
et si près de l'homme idéal, et de l'avoir fait participer à ce double caractère
de calcul et de rêverie qui constitue l'être parfait.
On dit que
madame Bovary est ridicule. En effet, la voilà, tantôt prenant pour un héros de
Walter Scott une espèce de monsieur, - dirai-je même un gentilhomme campagnard
? - vêtu de gilets de chasse et de toilettes contrastées ! et maintenant, la
voici amoureuse d'un petit clerc de notaire ( qui ne sait même pas commettre
une action dangereuse pour sa maîtresse), et finalement la pauvre épuisée, la
bizarre Pasiphaé, reléguée dans l'étroite enceinte d'un village, poursuit
l'idéal à travers les bastringues et les estaminets de la préfecture : -
qu'importe ? disons-le, avouons-le, c'est un César à Carpentras : elle poursuit
l'Idéal !
Je ne dirai certainement pas comme le Lycanthrope
d'insurrectionnelle mémoire, ce révolté qui a abdiqué : «En face de toutes les
platitudes et de toutes les sottises du temps présent, ne nous reste-t-il pas
le papier à cigarettes et l'adultère ?» mais j'affirmerai qu'après tout, tout
compte fait, même avec des balances de précision, notre monde est bien dur pour
avoir été engendré par le Christ, qu'il n'a guère qualité pour jeter la pierre
à l'adultère ; et que quelques minotaurisés de plus ou de moins n'accéléreront
pas la vitesse rotatoire des sphères et n'avanceront pas d'une seconde la
destruction finale des univers. - Il est temps qu'un terme soit mis à
l'hypocrisie de plus en plus contagieuse, et qu'il soit réputé ridicule pour
des hommes et des femmes, pervertis jusqu'à la trivialité, de crier : haro !
sur un malheureux auteur qui a daigné, avec une chasteté de rhéteur, jeter un
voile de gloire sur des aventures de tables de nuit, toujours répugnantes et
grotesques, quand la Poésie ne les caresse pas de sa clarté de veilleuse
opaline.
Si je
m'abandonnais sur cette pente analytique, je n'en finirais jamais avec Madame
Bovary ; ce livre, essentiellement suggestif, pourrait souffler un
volume d'observations. Je me bornerai, pour le moment, à remarquer que
plusieurs des épisodes les plus importants ont été primitivement ou négligés ou
vitupérés par les critiques. Exemples : l'épisode de l'opération manquée du
pied bot, et celui, si remarquable, si plein de désolation, si
véritablement moderne, où la future adultère, - car elle n'est
encore qu'au commencement du plan incliné, la malheureuse ! - va demander
secours à l'Église, à la divine Mère, à celle qui n'a pas d'excuses pour n'être
pas toujours prête, à cette Pharmacie où nul n'a le droit de sommeiller ! Le
bon curé Bournisien, uniquement préoccupé des polissons du catéchisme qui font
de la gymnastique à travers les stalles et les chaises de l'église, répond avec
candeur : «Puisque vous êtes malade, madame, et puisque M. Bovary est
médecin, pourquoi n'allez-vous pas trouver votre mari ?»
Quelle est
la femme qui, devant cette insuffisance du curé, n'irait pas, folle amnistiée,
plonger sa tête dans les eaux tourbillonnantes de l'adultère, - et quel est
celui de nous qui, dans un âge plus naïf et dans des circonstances troublées,
n'a pas fait forcément connaissance avec le prêtre incompétent ?
VI
J'avais
primitivement le projet, ayant deux livres du même auteur sous la main (Madame
Bovary et La Tentation de saint Antoine, dont les
fragments n'ont pas encore été rassemblés par la librairie), d'installer une
sorte de parallèle entre les deux. Je voulais établir des équations et des
correspondances. Il m'eût été facile de retrouver sous le tissu minutieux
de Madame Bovary, les hautes facultés d'ironie et
de lyrisme qui illuminent à outrance La Tentation de
saint Antoine. Ici le poète ne s'était pas déguisé, et sa Bovary,
tentée par tous les démons de l'illusion, de l'hérésie, par toutes les
lubricités de la matière environnante, - son saint Antoine enfin,
harassé par toutes les folies qui nous circonviennent, aurait apologisé mieux
que sa toute petite fiction bourgeoise. - Dans cet ouvrage, dont
malheureusement l'auteur ne nous a livré que des fragments, il y a des morceaux
éblouissants ; je ne parle pas seulement du festin prodigieux de
Nabuchodonosor, de la merveilleuse apparition de cette petite folle de reine de
Saba, miniature dansant sur la rétine d'un ascète, de la charlatanesque et
emphatique mise en scène d'Apollonius de Tyane suivi de son cornac, ou plutôt
de son entreteneur, le millionnaire imbécile qu'il entraîne à travers le monde
; - je voudrais surtout attirer l'attention du lecteur sur cette faculté
souffrante, souterraine et révoltée, qui traverse toute l'oeuvre, ce filon
ténébreux qui illumine, - ce que les Anglais appellent le subcurrent,
- et qui sert de guide à travers ce capharnaüm pandémoniaque de la solitude.
Il m'eût été facile de montrer, comme je l'ai déjà dit, que
M. Gustave Flaubert a volontairement voilé dans Madame Bovary les
hautes facultés lyriques et ironiques manifestées sans réserve dans La
Tentation, et que cette dernière oeuvre, chambre secrète de son esprit,
reste évidemment la plus intéressante pour les poètes et les philosophes.
Peut-être
aurai-je un autre jour le plaisir d'accomplir cette besogne.